María Balibrea Melero

 
 

Pintora e Ilustradora

 
 

Crítica de arte

 
 

En la plástica, que es como decir en la vida, siempre habrá heterodoxos. Creadores que se mueven en un espacio de lo intemporal con su propio metalenguaje, con una disforme facilidad, casi poética, que los hace únicos y por tanto distintos a las tendencias, y con un sentido de su presencia imaginada que se acerca tanto al arcano onírico como se aleja de la metáfora documentalista y sincrónica con su tiempo. Al fin y al cabo el Arte siempre reinterpreta. Tal es el caso de María Balibrea, como antes lo fueron El Bosco, Blake, Odilon Redon y algunos más ajenos en principio a pinacotecas y manuales académicos, y muchos otros desconocidos porque acabaron en la hoguera de la incomprensión y en el silencio de su propio individualismo.

 María pinta seres exiliados de su Paraíso, y ya se sabe que, como dijo Marcel Proust: “No hay Paraíso hasta que se ha perdido”. Personajes perdidos que algún aura del edén desierto y yermo, y tan intemporales como lo son sus atavíos, alguna desnudez, y dispersos objetos metonímicos suspendidos en naturalezas que recuerdan a Chirico o al Delvaux más metafísico, pero siempre desde la peculiaridad de un expresionismo casi plano que se ha concretado en la interrelación de parámetros infantiles, de ahí su afecto por arlequines y circenses, y su contraste por las marcas de la experiencia sufridas por esos humanos mayores extraviados en el absurdo de haberse vivido. Cafeteras del tamaño de un árbol, y árboles desojados del tamaño de un pie olvidado de su cuerpo, se relacionan en sus desolados paseos por el amor y la muerte de la intrahistoria de cada cual. Colores que manchan las caras para trazar momentos, y que se concretan en las telas como si fondo y forma fueran absolutamente divisibles desde la pintura ajena a un relato de realidades formales.

 Hay que hacer visible lo que aparentemente son visiones de una imaginación atormentada, pero en realidad son poemas pintados, o cuadros que hablan del equilibrio, de la inestabilidad y de la soledad de soledades donde todo es soledad, para conformar la razón de una estética expresamente definida en un poema de su hermano cuando dice: “No me sujetes la vida, que mi vida va en tu vida y mi sueño en tu pintura”. María ama a sus seres, y por eso mismo los retrata donde nadie puede sujetarlos, pero sí compartirlos. Por eso miro sus cuadros silentes…

 

 
 

Pedro Nuño de la Rosa

De la Asociación Internacional de Críticos de Arte